lunes, diciembre 13, 2004

Elogio de la insolencia

Si de repente, en medio de un lento contoneo suyo, emitiese un maullido, nadie en la clase se sorprendería. Como nadie tampoco se ofende al ver sus pies pequeños ingresar al salón, siempre tarde y sin saludar, siempre con la mirada fija en ningún lado, siempre el largo cabello negro tirado hacia adelante sobre alguno de sus hombros, y siempre, siempre con esa maldita fugacidad que es el espectáculo de verla pasar.

Probablemente no sea un antojo pensar que la mayor virtud de sus grotescos anteojos negros no sea el facilitarle la tarea de observar este mundo, sino acentuar más bien los ojitos dormilones y sin mochila azul que no pueden esconderse detrás de ellos.

A veces, cuando se aburre, cierra indiscretamente su cuaderno, acomoda los lapices de acuerdo al tamaño, y se despereza en un ronroneo hereje.

Otras veces, cuando yo me aburro, no tengo ganas ni de cerrar mi cuaderno. Solamente la observo sentada allá en primera fila, cómo va jugando con alguno de sus cabellos, ajena y lejana. Es en esos momentos cuando cierro los ojos, la veo girar hacia mí, y entonces, al fín, lo dice: Miau.

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