jueves, diciembre 16, 2004

Descripción de Fotografías

Retrato de familia (sin agua)

En primer plano figura Roxana, que bien podría llamarse María. Roxana tiene ocho años y ahora puede tomarse todas las fotografías que le pidan porque no ha ido al colegio. A pesar de que hace dos minutos dijo morirse de sed, Roxana se peina para la foto y sonríe a pesar de la sed y de sus pocos dientes sanos. Lleva puesta una camiseta roja con un estampado irreconocible por el uso, un pantalón corto de color verde, y unas zapatillas que se llenan de polvo cada vez que busca entre las piedras, fuera de su casa sin baño, un lugar que le sirva para cumplir con sus necesidades más elementales. Su madre, que sí se llama María, está parada detrás, a casi dos metros de distancia. Está vestida con una camiseta blanca y una falda de un celeste muy tenue, como si la pobreza le hubiera restado importancia a los colores, terminando por convertirlos a todos iguales. Ella no sonríe, a diferencia de su hija. Tiene el cabello peinado hacia atrás y sujetado con un una liga. Sostiene una galonera que se supone de color blanco y tiene la mirada fija hacia algún lado bajo de la habitación. Dice no pasar de los treinta años, pero su rostro y sus nueve hijos la hacen parecer mayor. La galonera que sostiene María, la que se suponía de color blanco, también se suponía llena de agua. Sin embargo, está vacía. El camión cisterna encargado de repartir el agua por esta zona de la ciudad no llegó hoy al cerro donde viven, en San Juan de Lurigancho, distrito limeño donde se encuentra ubicada una de las cárceles más violentas y superpobladas del Perú y de Sudamérica, diseñada originalmente para albergar a tres mil reclusos y con una población actual de ocho mil quinientos. Dentro de las paredes de estera que constituyen su vivienda, María piensa que los catorce días que faltan para poder volver a bañar a sus hijos es demasiado tiempo. En un extremo de la foto, perdiéndose en la luz proveniente de la puerta entreabierta, se ven las patas traseras y la cola de un gato pequeño y gris. Como todo gato, probablemente no regrese.

Cartas

I

Debería haber bastado el insomnio perpetuo de tu silencio, la oscuridad de tu ausencia en las tardes de invierno, el duende maldito llevándose tus cartas, la pregunta morbosa invadiendo mi habitación, las canciones inútiles que no conmovieron a nadie, la agonía de los viernes por la noche, la imposibilidad de atarte a mi cama, la evidencia de mis imperfecciones, la broma estúpida de mis amigos, el arrepentimiento después de la resaca, la sonrisa de la vecina adolescente, mi torpeza para preparar el café, la nostalgia por la almohada que ocupaba tu espacio y ahora yace en el suelo, el recuerdo esquivo de tus tobillos mojados de primavera, del vértigo anhelado de tu olor, de la pelusa desprendida de tu falda, de las miradas a través del espejo mientras te maquillas, de la pereza a las cuatro de la tarde, de la casa que nunca tuvimos, de tu sexo desvelado y del ramo de rosas que no te regalé. Debería haber bastado con la certeza inequívoca de la pérdida inevitable. Sin embargo, comprenderás que algunas cosas escapan a toda lógica. Como escribir estas palabras que jamás habrás de leer.

lunes, diciembre 13, 2004

Elogio de la insolencia

Si de repente, en medio de un lento contoneo suyo, emitiese un maullido, nadie en la clase se sorprendería. Como nadie tampoco se ofende al ver sus pies pequeños ingresar al salón, siempre tarde y sin saludar, siempre con la mirada fija en ningún lado, siempre el largo cabello negro tirado hacia adelante sobre alguno de sus hombros, y siempre, siempre con esa maldita fugacidad que es el espectáculo de verla pasar.

Probablemente no sea un antojo pensar que la mayor virtud de sus grotescos anteojos negros no sea el facilitarle la tarea de observar este mundo, sino acentuar más bien los ojitos dormilones y sin mochila azul que no pueden esconderse detrás de ellos.

A veces, cuando se aburre, cierra indiscretamente su cuaderno, acomoda los lapices de acuerdo al tamaño, y se despereza en un ronroneo hereje.

Otras veces, cuando yo me aburro, no tengo ganas ni de cerrar mi cuaderno. Solamente la observo sentada allá en primera fila, cómo va jugando con alguno de sus cabellos, ajena y lejana. Es en esos momentos cuando cierro los ojos, la veo girar hacia mí, y entonces, al fín, lo dice: Miau.